Niñatos en los conciertos

Una vieja manta bajo el brazo, gafas de sol, una litrona, un bocata, medio paquete de Fortuna, un mechero Clipper, un librillo de papel, medio talego de costo y unas monedas por si acaso. El kit del melómano era muy básico cuando los conciertos eran la antesala del infierno, los grises tomaban los aledaños, los secretas se movían entre las mantas, las madres rezaban y los padres advertían “¡Que no me entere yo!” “¡Que no te tengas que arrepentir!”. Las alegres colas formadas a la entrada olían a pachuli, a hachís y a Libertad.

Éramos niñatos y niñatas que acudíamos como las moscas a la mierda, apelativo de los viejos para referirse a eso que escuchábamos y bailábamos, básicamente rock andaluz y, de vez en cuando, algún grupo de las movidas que se estaban gestando en España. Niñatos a su bola, compitiendo los ruidosos follones que se montaban entre el público con los miles de vatios aullados por los imponentes altavoces que flanqueaban a los músicos sobre el escenario. ¡¡Prepárate, va a estallar el obús. Escóndete, no te aplaste el obús!!

Campos de fútbol, plazas de toros y casetas de feria eran los recintos donde un par de generaciones acudían, sin gastos de gestión ni GPS, para educar el oído y socializar con gente conocida y con desconocidos. Éramos niñatos y, en cierto modo, lo seguimos siendo, niñatos y niñatas que seguimos jodiendo, medio siglo después, los conciertos a los demás. Niñatos y niñatas que en muchas ocasiones no se sabe a qué vamos a un concierto, independientemente del tipo de música y del auditorio de que se trate.

Noto que los años han convertido al bronco niñato que fui en el viejo cascarrabias que soy 50 años más tarde. Mi cuerpo vencido busca espacios con asientos para aguantar la hora larga de un concierto, a poder ser en horario ni muy temprano ni muy tardío, a poder ser a no más de cuarenta minutos de distancia, a poder ser de poco rock y nada de reguetón, a poder ser en asiento central y no muy alejado del escenario, a poder ser en compañía de algunos amigos que no estén cansados ni tengan que madrugar mañana.

La Chumbera, el Cuarto Real, la plaza de la Mariana, una de Cúllar Vega, el Palacio de los Córdova y el Carmen de la Victoria son los últimos escenarios visitados para escuchar a Coral Fernández, Juan Pinilla, Marga Sur, Gospel Molotov, Judith Mateo, Clara Montes y Cristina Mora. Propuestas variopintas, público variado, horarios similares y dos constantes: ausencia de raperos y adictos al hip hop o al reguetón y presencia de niñatos y niñatas, de entre 20 y 70 años, dando la nota lo suficiente para joder algunas canciones.

¿Por qué en todos los conciertos hay niñatos empeñados en joder la noche a los demás? El chismorreo y las risas distraen, perturban y minan la paciencia, pero pedir silencio puede dar pie a reacciones violentas y cambiar de asiento no siempre es posible. ¿Es inevitable ladear el cuello para esquivar las manos que sujetan móviles mientras graban? ¿Hay que soportar las pantallas iluminadas y los flashes disparando? Algún niñato que debe pasarlo peor que yo se echa sus cigarrillos con total impunidad. ¿Quién soy yo para recriminarles?

Una tostada y un té, suena Radio Clásica, un vaso de agua, cuatro pastillas sobre la mesa, gafas de vista, un correo anuncia conciertos para la noche. Mola la cantante, mola el grupo, y la hora, y el sitio. Hay plan. Tres amigos avisan que irán, “nos vemos allí», escriben en un mensaje. Planazo. Un vistazo a la prensa. Se acabó la tostada y el té ayuda a pasar las pastillas, una a una. El tabique medianero filtra las voces de la vecina que distrae, perturba y mina la paz hogareña. La niñata altera la tensión y hace dudar del plan.

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