Patente de corso

No solo «hacer la vista gorda», sino aprovecharse de ello. No solo «a río revuelto, ganancia de pescadores», sino ocuparse en agitar dicho río. Según el ‘Diccionario de la real academia’ patente de corso se refiere al «buque que andaba al corso, con patente del gobierno de su nación». Así simplemente no nos aclara nada. Hay que buscar ‘corso’, en su segunda acepción: «Campaña que hacían por el mar los buques mercantes con patente de su Gobierno para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas». Arturo Pérez-Reverte lo explica así en ‘La carta esférica’ (2000): «Piratas cualificados que navegaban y combatían bajo una cobertura técnicamente legal, la patente de corso, que en teoría los ponía a salvo de colgar de una cuerda si eran capturados». (‘Patente de Corso’ es la columna que mantiene Arturo Pérez-Reverte en ‘El Semanal’ desde los años 90).

Gregorio Doval, en ‘Del hecho al dicho’ (2014) argumenta: «Antiguamente, la patente de corso era una cédula o despacho con que el gobierno de un Estado autorizaba a un sujeto a hacer el corso  -es decir, a piratear- contra los enemigos de la nación, actuando por su propia cuenta, pero con ese salvoconducto nacional y colaborando con los intereses de la nación que se lo otorgaba. La concesión de patentes de corso comenzó en el siglo XV».

Históricamente achacamos la patente de corso a piratas ingleses u holandeses, atendiendo por ejemplo a Rudyard Kipling, en ‘Capitanes intrépidos’ (1896), cuando narra: «Tres semanas más tarde juraba y perjuraba que el ‘East Wind’ era un barco de guerra con patente de corso, y declaró la guerra a la isla Sable, por ser posesión del rey de Inglaterra, basándose en que las rompientes se internaban mucho mar adentro». (En nota a pie de página concreta el editor: «William Kidd: pirata inglés (1615-1706) que recibió la patente de corso con la misión de reprimir la piratería».)

Pero de este salvoconducto en realidad ninguna nación que surcara los mares en aquella época podía lavarse las manos en agua salada. Manuel Mujica Lainez, en su libro de cuentos argentinos ‘Aquí vivieron’ escribe: «Había desembarcado dos días antes de la fragata ‘Dromedario’, con patente de corso del Rey de España, para comenzar una aventura más, quizá la más curiosa de su existencia». En ‘Crónica del rey pasmado’ (1989), el autor gallego Gonzalo Torrente Ballester, apunta por su parte: «Ahí están sus papeles. Todo en regla: es un condado que concedió el emperador, a título personal, pero declarado hereditario y de Castilla por la majestad de don Felipe II, quien asimismo concede a los titulares patente de corso contra ingleses y holandeses, a condición de que mantengan una escuadra de seis navíos y entreguen a la corona el quinto de las presas». Haciendo así extensivo el significado de dicha patente. Gregorio Doval (op. cit.) completa: «En lenguaje figurado, se ha ampliado su significado a toda autorización, expresa o tácita, oficial u oficiosa, que permita llevar a cabo actos que a los demás están prohibidos o vedados».

«Por cierto —continúa Doval—, hay que consignar que España fue uno de los últimos países en adherirse al Congreso de París [1856] en el que se estableció un convenio para abolir definitivamente el régimen de las patentes de corso, pues no firmó dicho convenio internacional hasta la tardía fecha de 1908».

Ambrose Bierce lo deja claro en el ‘Diccionario del diablo’ (1911). Este autor satírico estadounidense, define la entrada ‘Diplomacia’ como: «Arte de mentir en nombre del país».

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