Perros poco falderos
Rudyard Kipling en ‘El Libro de las tierras vírgenes’ (1894) dio noticia de los dholes o perros salvajes asiáticos (‘Cuon alpinus’). En su descripción impresionaba cómo este grupo de canes, a pesar de su pequeño tamaño, lo arrasaban todo atendiendo a su número y su perseverancia, tal como una plaga. El autor británico los presenta diciendo: «¡Los dholes, los dholes del Dekkan, los perros de rojiza pelambre, los asesinos! Vinieron al norte desde el sur diciendo que en el Dekkan no había nada y exterminando todo a su paso».
Todos en la selva asiática, hasta el animal más fiero (que es el tigre es esta obra), mostraban verdadero pánico ante esta marabunta, a la que venció Mowgli, el niño que convivía con los lobos, gracias a su astucia y a la inapreciable ayuda de los consejos de Kaa, una pitón de nueve metros, independiente de toda ley (iba a lo que le salía de sus anillos), y al ‘pueblo diminuto’, que eran «las laboriosas, feroces, salvajes y negras abejas de la India».
Dentro del rechazo que puede producir una manada de asesinos de este calibre, la admiración crece cuanto más se conoce a esta especie, su organización y su disciplina, su obediencia a los ‘alfa’ y su método destructivo que recuerda a las hordas salvajes de los hunos de Atila que —como se sabe— al pasar no dejaban en pie ni una brizna de hierba a la que Walt Whitman le pudiera cantar.
Estos perros, entre el lobo y la hiena, aparecen también en ‘Creación’, de Gore Vidal (1981). El escritor estadounidense comenta: «El más peligroso de todos los animales de la India es el perro salvaje. Se mueven en manadas. Son mudos. Son irresistibles. Aun los animales más rápidos caen finalmente, porque la manada no cesa de perseguir día tras día al ciervo, al tigre, incluso al león, hasta que se fatiga y vacila. Y entonces, en absoluto silencio, los perros atacan».
El hombre, o sea, nosotros, en el amanecer de los tiempos, salvando las distancias, deberíamos ser así: ‘asesinos’ (aunque sobre todo carroñeros), que basábamos nuestra supervivencia en el número y la constancia (la astucia jugaría también un papel importante).
El dhole, leemos en alguna página de Internet, está en peligro de extinción, ya que se calcula que quedan menos de 2.500 adultos en estado salvaje [datos de principios de siglo, o sea, de milenio] y a este paso seguirán disminuyendo. «Las posibles amenazas a la especie —consultamos en otra página—, son la pérdida de hábitat, el agotamiento de sus presas más importantes, la competencia interespecífica, la persecución por parte del hombre y las enfermedades que les transfieren los perros domésticos o asalvajados» [a los que se conoce como cimarrones].
En Australia también existe un perro salvaje. Es el dingo (‘Canis lupus dingo’), que descendiente del lobo asiático, aunque, curiosamente, este cánido es solitario y también está en peligro de extinción. En África, quizá el más conocido, habita el licaon o perro salvaje africano (‘Lycaon pictus’), el segundo más grande en el mundo canino después del lobo gris que, como los anteriores, andan escasos de población.
De los licaones habla Julio Verne en ‘Cinco semanas en globo’ (1863):
«—¡Mirad qué bandadas de animales que marchan en columna cerrada! No bajan de doscientos; son lobos.
»—No, Joe, son perros salvajes, pertenecientes a una famosa raza que no teme luchar con el león. Su encuentro es para los viajeros el peligro más terrible. El que tropieza con ellos es inmediatamente hecho pedazos».
Los dholes, el dingo y el licaon no dejan de ser perros sin dueño y, como tales, no creo que se dejaran acariciar.