Semana Santa para creyentes y paganos
Debo ser muy raro, o quizás me educaron así. La vecindad de un convento y una iglesia excitaron mi curiosidad mística y acercaron al niño que yo era al misterio de un Dios y unos santos que habitaban la acera de enfrente. Este privilegio me llevó a moverme entre monjas con naturalidad y al noble ejercicio de la ayudantía parroquial en las labores propias de un monaguillo. De la iglesia de mi calle pasé a la parroquia del barrio, de ésta a la parroquia principal del pueblo, y cerré mi pío currículo en el santuario de la patrona.
A la catequesis de monjas y curas se sumó en plena adolescencia la militancia en la Legión de María y el adiestramiento nacionalcatólico mediante clases de Religión y Formación del Espíritu Nacional en el instituto. Paralelamente, me afilié a la OJE y posteriormente a los Boys Scouts. Digamos que mi educación sentimental estuvo muy trabajada en sus cimientos, aunque varias grietas hicieron venirse abajo aquel castillo de naipes a las primeras de cambio, quedando los naipes marcados bocarriba.
El bachillerato y la universidad aportaron distancia suficiente para analizar y ver que los materiales utilizados eran, básicamente, imposición y contradicción. Cuando no encajan la teoría y la práctica, se duda. Cuando no se obtienen respuestas a las preguntas, se sospecha. Cuando a dudas y sospechas se les cierran las salidas bajo amenaza de castigo eterno, se huye del lugar y los lugareños. Fue fácil discernir entre el cristianismo y el catolicismo, entre el rebaño y la jerarquía, entre Dios y Satanás.
No me gustan los espectáculos reaccionarios cuyo único objetivo es pescar a la ciudadanía con peligrosos anzuelos. No me gusta la Semana Santa. En su categoría, hay otras manifestaciones populares tan o más atractivas: una danza masai, el festival del Dragón, la danza de los zancos de Anguiano o la vijanera cántabra. Son viejas estampas que llaman la atención foránea y se aprovechan para mover dinero durante unas fechas programadas y vender ideología a quienes ya la tienen. Puro postureo folclórico.
Cuerpos y almas se visten en estas fechas de encorsetados almidones, se perfuman con incienso y alcanfor y adoptan poses penitentes. Hormigueros de creyentes y turistas recorren las ciudades en común unión, excitados por cursis pregones, rancias novenas y obsoletos triduos. Son fiestas de represión, de chuches sin tiovivos, de TikTok cofrade, de mantilla en Instagram, de música chillona con chirriante base de cornetas y tambores que marcan el paso con pretensión de desfile militar o bancada de galeotes.
La Semana Santa polariza a la población española entre fanáticos y detractores, entre quienes la imponen y quienes la soportan. Es una realidad en aumento que muchas personas huyen de sus ciudades tomadas por el ardor cofrade. Tal vez una solución intermedia fuera crear santódromos para los desfiles procesionales, con sus taquillas, sus palcos VIP, sus barras, sus tiendas oficiales, su megafonía, su iluminación y sus pistas para el espectáculo. Una fuente de ingresos para unos y de tranquilidad para otros.
Podría funcionar, más allá de la Semana de Pascua, organizando desfiles a lo largo del año, como en muchas ciudades, además de abrir la instalación a otros eventos sacros y profanos que ayudaran al sostenimiento de la jerarquía católica, liberando de tan gravosa tarea al Estado. Es una forma de garantizar la libertad de culto, sin imposiciones ni contradicciones, que alejaría algunas dudas y muchas sospechas del catolicismo, una forma de deslindar lo del César de lo de Dios de forma pública, democrática y justa.