Sobre la existencia de Dios (1)
Hablar de la existencia de un ser supremo es un tema tan delicado que cualquier manifestación indigna, si no al creyente, seguro que al ateo, aunque todo pensador se ha pronunciado de una u otra forma. Me acojo al decir de aquel frutero que comentaba que si tuviera que inclinarse por una religión elegiría la católica pues en ésta nadie llega a mojarse completamente, sino que los sacerdotes se lavan las manos cuando dicen: «según Mateo», «según san Juan»… Recojo, al igual que estos religiosos, algunas opiniones ajenas:
Para Rafael Argullol, en ‘Breviario de la aurora’ (2006), «Dios es el dado esférico que contiene todas las cifras y ninguna»; para Jorge Luis Borges, en ‘La moneda de hierro’ (1976), «Dios es el inasible centro de la sortija»; y para James Joyce en el ‘Ulises’ (1922) «Dios es un grito en la calle». Menos enigmático es Cela en ‘San Camilo 1936’ (1969) cuando afirma que «Dios, es infinitamente todo, infinitamente bueno, malo, justo, injusto, misericordioso, cruel, inteligente, lerdo, etc., etc.». Flaubert, en ‘La educación sentimental’, justamente un siglo antes, piensa en una divinidad diferente para cada cual y afirma que «el Dios de los dominicos era un verdugo, el de los románticos un decorador»; porque «el hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza» diría Friedrich Nietzsche en alguno de sus escritos y en otro momento preguntaba «¿es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre?». Gore Vidal, en ‘Creación’ (1981), escribiría: «¡Ah, estos dioses! Cambian de nombre de un país a otro, creyendo que no vamos a caer en la cuenta. Y siempre los descubrimos». Por otra parte Borges observa, en ‘Otras inquisiciones’ (1952): «El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo».
Desde una concepción más mundana William Faulkner opina en ‘El ruido y la furia’, de 1929, que «Dios no solamente es un caballero y un tipo leal; también es de Kentucky». Krito, ‘La vieja sirena’ de José Luis Sampedro (1990), exclama en un momento de la narración: «Ése sería mi dios: el que fundiera los dos sexos. Sin duda en el fondo más antiguo de los tiempos reinó un dios andrógino. Un dios total de la vida, con doble sexo, como la doble hacha de la Gran Madre cretense». «Dios no es nada si no es desbordamiento, trasgresión de Dios mismo en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar, en el del horror y la impureza; en fin, en el sentido de nada…», escribía Georges Bataille en el prefacio de ‘Madame Edwarda’ (1937).
Isak Dinesen, en ‘Memorias de África’ (1934-35) cuenta que «entre todos los continentes es África quien nos puede enseñar que Dios y el Diablo son una unidad, la majestad coeterna, no dos seres increados, sino uno sólo, y los nativos nunca confunden a las personas ni dividen la sustancia», idea que ya apuntó André Gide, en ‘Los monederos falsos’ (1925), cuando dice: «El diablo y Dios son uno solo; se entienden. Nos empeñamos en creer que todo lo malo que hay en la Tierra viene del diablo; pero es porque, de otra forma, jamás encontraríamos en nosotros mismos la fuerza necesaria para perdonar a Dios. Se divierte con nosotros como un gato con el ratón que atormenta… Y, encima, nos exige que le estemos agradecidos». Salvador Dalí por su parte decía en ‘Diario de un genio’ (1963): «No sabes que no existe el diablo, es dios cuando está borracho». En ‘Máximas espirituales’, en el mismo año, Khalil Gibran afirma que «temer al diablo es una forma de dudar de Dios». Herman Hesse aseguraría que «la divinidad está en ti, no en conceptos o en libros».
Félix Grande diría que «Dios es el único que suele perdonar todo aquello que no tiene perdón»; Álvaro Cunqueiro, en ‘Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas’ (1961), exclamaría rotundamente: «¡Sólo Dios es Dios!». En ‘Abaddón el exterminador’ (1974), Ernesto Sábato por último —o para terminar de empezar— explica «que el mundo es una sinfonía, pero que Dios toca de oído».