Sobre nuestros demonios
San Hilario, en el siglo V, moralizaba: «Los principales demonios habitan en la cabeza de las personas, y las tentaciones son los demonios que tientan a los mortales»; Dostoievski, en ‘Los hermanos Karamazov’ (1879-80), resumía esta idea diciendo que «todos los hombres llevan un demonio en su interior»; Sartre, en su obra dramática ‘A puerta cerrada’ (1944), afirmaba, no sé si quitándose de en medio, que «el infierno son los demás»; lo que vendría a reparar Torrente Ballester insinuando en el prólogo de su ‘Don Juan’ (1963) que «el infierno somos nosotros mismos» (quizá por eso Clemenceau, a principios del siglo XX, exclamara: «Quien tiene genio, tiene mal genio»).
Constantino Cavafis (1863-1933), creía en su yo interior y en ‘Itaca’ poetizaba: «A Lestrigones y a Cíclopes y al fiero Poseidón no los encontrarás si no los llevas dentro de tu alma». Porque todos tenemos la dualidad en nuestras entrañas. Somos potencialmente buenos —como soñaba Rousseau— pero también ‘lobos’ para los demás, como Hobbes dejó escrito. (Una de las frases más conocidas de la artista holiwoodiense Mae West, maestra del doble sentido, dice: «De buena, soy muy buena; de mala, soy mejor».) Así todos somos el doctor Jekyll, pero también mr. Hyde (Stevenson). No sólo hacemos daño sin querer o por venganza o por defensa o por despecho, sino también por gusto, por el placer del sufrimiento ajeno, por el poder que nos otorga el sadismo. Nuestra cabeza está bien enrevesada y en nuestro corazón hay rincones bien oscuros: alma de malvado, de castigador, de ladrón, de pirómano, de abusador, de asesino (leer el ensayo: ‘Del asesinato considerado como una de las bellas artes’ que Thomas de Quincey comenzó a publicar en 1827). A veces sólo falta dar el paso, esa locura transitoria, esa ceguera bipolar. Dicen que quien mata una vez ya le es más fácil seguir matando.
Cada cual sabe de sus bondades y de sus fobias, de su simpatía y de su crueldad. «Si los espejos reflejan las cosas en su apariencia, detrás de los espejos debe haber fabulosamente el ángel o el diablo, la verdad o la mentira», escribía Joan Perucho en ‘La sonrisa de Eros’ (1968). Nadie se salva. Somos yin y yang, noche y día, hombre y mujer (aunque no admitamos esta dualidad).
Así, la imagen animada del diablito que nos tienta, en lucha continua con al angelito que nos marca el buen camino, no es tan fantástica como pensamos. Tenemos alas celestiales que nos elevan, pero también un largo rabo infernal que nos arrastra, ennegrece y atrapa moscas. Mujica Láinez en ‘El Laberinto’ (1974) sentenciaba que «de la tentación sólo escapan (a veces) el santo y el filósofo». ¿Pero es que acaso queremos escapar?