Su majestad si tiene quien le escriba
«El coronel no tiene quien le escriba» es el título de una de las mejores novelas del genio colombiano y premio Nobel de literatura, Gabriel García Márquez, en la que Gabo cuenta la historia de un coronel que espera, desde hace quince años, la asignación de su pensión por los servicios prestados a la patria.
En los últimos días hemos comprobado que en nuestro país, tenientes generales, almirantes, generales, coroneles y otros mandos de menor graduación, lejos de no tener quien les escriba, han sido poseídos por un furor epistolar digno de mejor causa, emprendiendo una cruzada de cartas dirigidas al Palacio de la Zarzuela y de grupos de whatsapp, propios de la dictadura más descerebrada.
Que quienes no hace mucho ostentaban mando sobre tropa, barcos, cazas, tanques y misiles, no se hayan cortado un pelo a la hora de hablar de 26 millones de fusilamientos, además de cuestionar ante su comandante en jefe, la legitimidad de un Gobierno elegido en las urnas por la mayoría de los españoles, demuestra claramente que no hemos sabido cerrar el negro capítulo del franquismo, ni en las academias militares, ni en parte de la sociedad civil.
Hay quien dice que los episodios vividos en las últimas jornadas no merecen que se les dé importancia alguna. Craso error, porque no cortar de raíz semejantes atentados contra la democracia, supone dar alas a quienes quieren fusilar a medio país y a quienes no han tenido la decencia democrática de condenarlos, llámense Vox, Ayuso, o Almeida.
¿Qué nos jugamos de triunfar las tesis de los golpistas militares y civiles? Pues ni más ni menos que regresar al pasado más oscuro de este país, o continuar avanzando, con muchos tropezones y con algunos pasos atrás, pero avanzando al fin y al cabo.
¿Qué ha pasado para que hayamos vuelto a los años de la incipiente democracia, en que vivíamos pendientes del ruido de sables en los cuarteles? se preguntarán. Pues nada menos que los herederos del franquismo más chusquero, violento y macarra, ha emergido de las profundidades del PP donde se ocultaban, demostrándonos que el “lago azul” de Aznar, Rajoy y Casado, era en realidad un cenaguero, no solo de corrupción, que también, sino de nostálgicos de la dictadura, alumnos aventajados del nacional catolicismo y por qué no decirlo, de antidemócratas furibundos.
Lejos de “fumigar” a esas termitas de la democracia, el PP se ha echado en sus brazos, a cambio de gobernar Andalucía, Madrid, o Murcia, con la vana esperanza de frenar una hemorragia de votos a su derecha, que aumenta cada día que pasa.
PP y Ciudadanos nos han dejado para la historia una de las fotos más infames de la reciente historia política de nuestro país, blanqueando al fascista Abascal en Colón y convertirse en simples manijeros de ese auténtico vividor de la política que es el presidente de ese partido, cuyo nombre me repugna incluso escribir.
Porque no lo duden, si en unas próximas elecciones les dieran los números -la democracia no lo quiera- quien marcará el paso (de la oca) al Gobierno resultante, será un partido antisistema, contrario a la democracia y la Constitución, a la que prostituyen cada vez que la utilizan y que transita “por rutas imperiales, caminando hacia Dios”.
Si eso ocurre ustedes y yo, nos jugamos volver al tiempo de los Santos Inocentes, solo que la inmensa mayoría de los españoles seríamos Azarías, Régula y Paco El Bajo; todos siervos de unos auténticos fascistas, para quienes todo lo que no sea que ellos manden es una anomalía histórica.
Nos jugamos tener la misma sanidad y educación que ellos, tengamos o no dinero para pagarla; nos jugamos que las mujeres de este país no sean ciudadanas de segunda; nos jugamos poder jubilarnos dignamente y ser atendidos “como Dios manda” cuando estemos en el ocaso de nuestras vidas; nos jugamos que 100.000 familias de este país puedan por fin enterrar a sus abuelos asesinados, por esos a quienes tanto admiran estos fantoches; nos jugamos recibir un salario justo por nuestro trabajo; nos jugamos que quien tenga más pague más y menos quien menos tenga; nos jugamos poder mirar a nuestros vecinos a la cara sin avergonzarnos por muros racistas y xenófobos; nos jugamos poder elegir que periódico leer, que radio escuchar, o que televisión ver; nos jugamos en definitiva nuestra dignidad como sociedad y como pueblo y no devolver el poder en este país, a los herederos de quienes lo bañaron en sangre y los sumieron en 40 años de dictadura, represión y vergüenza.
¿O prefieren formar parte de los 26 millones de fusilados?