Todas y todos pagamos todo
Es una perogrullada que todas las personas que conformamos la población de un país contribuimos , de alguna manera, a sostener todos los gastos que los diversos niveles de la Administración (estatal, autonómico y local) llevan a cabo. De hecho, el nacimiento del Estado moderno, como hoy lo concebimos, tuvo una de sus principales justificaciones en el hecho de allegar recursos de la colectividad para el sostenimiento de lo común. Es decir, parece obvio que, en efecto, las ciudadanas y los ciudadanos de un país contribuyen (o sea, pagan) los gastos con los que cada Gobierno desarrolla sus programas y sus acciones políticas, dirigidas a la comunidad.
Lógicamente, siempre va a existir debate y controversia sobre el destino de esos gastos, o al menos, de algunos de ellos. Supongo que existirá general coincidencia en que los llamados «gastos corrientes» de cada administración han de ser pagados. La electricidad, el teléfono, los suministros básicos y de mantenimiento, etc. son asumidos como gastos necesarios y sin discusión. Seguramente tampoco haya debate en que los sueldos y las cotizaciones sociales de las personas servidoras públicas ( trabajadores, cargos públicos y asimilados) son un gasto necesario, por más que determinados grupos políticos, con el rostro más duro que el hormigón armado, critiquen los mismos, pese a ser también receptores de ellos. Son tantas las partidas presupuestarias que contiene cada presupuesto público que, con toda seguridad, siempre habrá alguna sujeta a debate, crítica o controversia. Es la ley de la democracia y de la política. Cada gasto ha de ser explicado, y cada prioridad política que origina un gasto, así como las consecuencias del mismo, están sometidas a la pública discusión. Las urnas, además del debate ciudadano, dictaminan al respecto con total normalidad.
Lo que a veces distorsiona la normalidad pacífica de las anteriores reflexiones, es la natural tendencia hispánica a la hipérbole y a la exageración (a veces ridícula) al respecto. Me viene a la cabeza la descomunal, por desproporcionada y patética, campaña al respecto de la colocación del célebre «caballo» en el Ayuntamiento de Granada. Al margen los legítimos gustos estéticos sobre la escultura de Pérez Villalta, hubo medios de comunicación que establecieron comparativas con las inversiones que se podían hacer con el gasto de dicha escultura. Cuántos semáforos se podían arreglar, cuantos bordillos arreglar, cuantas canastas de baloncesto colocar en las instalaciones deportivas de la ciudad, etc. Algunas fuerzas políticas llevaron a cabo campañas furibundas al respecto, se llegaron a formar plataformas ciudadanas que reclamaban que ese gasto se destinara a otra cosa. Hablando coloquialmente, faltó que se señalara cuantos rollos de papel higiénico para las dependencias municipales se podían haber comprado con el dinero de la instalación de la escultura. Muchos años después, la escultura sigue en su sitio, es objeto de admiración por granadinos y visitantes, incluso debe ser, tras la Alhambra, la imagen de Granada más fotografiada y más conocida universalmente. Por supuesto, es unánimemente considerada como una magnífica inversión y resulta impensable ningún debate al respecto.
Tengo la certeza de que algo muy similar va a ocurrir con el debate (ruidoso y demagógico) sobre la instalación de equipos de traducción simultánea en el Congreso de los Diputados, para posibilitar el uso de las lenguas oficiales existentes en nuestro país. En unos meses (incluso semanas) será un hecho totalmente normal, habitual y enriquecedor, además de satisfactorio, por lo que supone de reconocimiento a nuestra rica pluralidad y a nuestra no menos rica diversidad, expresada de manera democrática, y favorecedora de una convivencia sana, libre y respetuosa.
Con la perspectiva de ese corto espacio de tiempo, muchas y muchos sentirán vergüenza del desperdicio de tiempo que les ha supuesto gastar horas de radio y televisión, páginas y más páginas de prensa escrita y digital, ocupándose del asunto y escandalizándose del coste que supone. Sin la menor duda, no se reconocerán en quienes han usado expresiones como «pinganillos de odio», «aparatos disgregadores» y otras lindezas similares, intentando desacreditar lo que es la realidad de su propio país, al que por otro lado no se cansan de ensalzar grotescamente a base de gesticulaciones y aspavientos medievales. Muchas y muchos querrían esconderse debajo de la mesa al comprobar que durante unos días o unas semanas no supieron, no pudieron o no quisieron escribir u opinar de otra cosa (!y mira que las hay¡), cómo si se sintieran obligados a decir la barbaridad más bárbara sobre el tema. La gran mayoría comprobarán, para su desgracia y la de sus jefes, la absoluta vigencia y veracidad del dicho de que el periódico de hoy es el papel de los churros de mañana.
Porque, como dije al inicio, todas y todos pagamos todo, porque así funciona el Estado moderno. Por supuesto, la instalación de los equipos de traducción simultánea. Con más motivo si ello se aprueba por mayoría absoluta en la sede de la soberanía nacional. También las inversiones en colegios, centros de salud y carreteras contempladas en los presupuestos públicos. Los gastos protocolarios derivados de un encuentro político o cultural, nos guste o no. Las horas por servicios extraordinarios de los cuerpos de seguridad con motivo de un evento deportivo, religioso, musical o académico, hayamos participado en él o no, y nos haya causado placer o molestias. La colocación de elementos de ornato, reivindicación u ostentación en la vía pública o lugares públicos, nos sintamos representados por ellos o no. Es la normalidad en el funcionamiento democrático de las instituciones, estúpido¡, parafraseando la célebre expresión.