Una temporada en el infierno
Para Sartre el infierno eran los demás, pero para Torrente Ballester —más hispano, o sea, más quijote—, en el prólogo de su ‘Don Juan’ asegura que el infierno somos nosotros mismos; aunque el infierno puede ser el amor no correspondido, el abandono, el engaño…
En el tratado ‘De Coelo et Inferno’, de Swedenborg (1758), se puede leer que «el infierno no es un establecimiento penal sino un estado que los pecadores muertos eligen, por razones de íntima afinidad, como los bienaventurados el Cielo».
Aunque si le hacemos caso a santa Brígida de Suecia, el mismo Dios le confesó que «el infierno estaba vacío». ¿Quién va a elegir un lugar de tinieblas y continuos padecimientos pudiendo abrazar la gloria? A no ser Luigi Pirandello cuando, después de calibrar todos los personajes que presumiblemente ascendían al Paraíso, llegaba a preferir un «infierno climatizado». Goethe, en ‘Fausto’ (1807-32), tiene clara la existencia justa del erebo. El padre de la literatura germánica nos dice: «ya que tiene el infierno más de una boca, sabe tragarse a cada cual según corresponde a su dignidad».
Que exista el infierno, fuera de nuestra realidad, no estamos seguros. Que exista el cielo, tampoco. (Quizá ocupen a fin de cuentas el mismo estadio.) No obstante es necesario el establecimiento de esos dos lugares para la antagónica discriminación del bien y del mal en las mentes temerosas que se hayan acogido al regazo de alguna creencia relativa. Porque, como escribía John Stuart Mill en 1854: «es instructivo observar cómo pueden decirse exactamente las mismas cosas en defensa de todas las religiones».
Creo que fue Bierce quien contó que, cuando la versión jacobina del Nuevo Testamento estaba en proceso de evolución, la mayoría de los piadosos sabios ocupados en la obra, insistieron en traducir la palabra griega ‘Aidns’ como ‘Infierno’; pero un concienzudo miembro de la minoría se apoderó secretamente de las actas y tachó la objetable palabra donde quiera la encontró. En la próxima reunión, el obispo de Salisbury, revisando la obra, se paró de un salto y exclamó, muy excitado: «¡Señores, alguien ha abolido el infierno!».
Y es que los crédulos son multitud, pero los incrédulos suelen ser más pesados.
Manuel Vicent, en un artículo antiguo para El País decía que lo peor del infierno es que estaba pasado de moda. «El infierno ya no se lleva», terminaba asegurando como si las tinieblas fueran una ventolera.
Quizá el infierno sea un invento para mantener a raya a los creyentes, como el cuarto de las ratas para un niño o la idea de apretarnos un poco más el cinturón para salir de una crisis que sólo está en la cabeza de los temerosos y en el bolsillo de quien maneja mi barca. Puede que el cielo, con variaciones, siempre sea la gloria; pero lo que es seguro es que el infierno, ¡ay!, cada vez es más profundo.