Vuelta al cole

Es un clásico, una tradición más de este país de tradiciones. El desfile de uniformes, mochilas y somnolencias que agitan las calles estos días, una vez devueltos en caliente los millones de guiris que hacen imposible alquilar o adquirir una vivienda, coincide con otros desfiles no menos llamativos en ciudades, pueblos, aldeas y pedanías. Septiembre es fin de vacaciones, inicio de curso y vuelta al tajo, pero es también, si el cambio climático lo permite y el facherío no lo niega, tiempo de cosechas, de labores agrícolas, de jornales y de jarana.

Los equinoccios marcan los biorritmos de la Humanidad desde la prehistoria por la relación entre la necesidad de alimentos y los ciclos vitales de la agricultura. En el Neolítico, las sociedades humanas dieron con la tecla del cultivo de la tierra y de la ganadería, lo que tuvo como efecto asentar la población en los territorios. Los pueblos primitivos relacionaron la agricultura con las estaciones y el clima, atribuyendo el fenómeno a fuerzas sobrenaturales personificadas en divinidades como Deméter, Ceres, Renenet, Shennong o Pachamama.

A lo largo de la Historia, en todo el mundo, los pueblos han celebrado fiestas en las fechas próximas a la siembra (equinoccio de primavera) y/o la cosecha (otoño): las ingcubhe del pueblo bantú en África, el alek pacu jawi en Indonesia, el Ochpaniztli en México, el Onam en la India, el Hōnen Matsuri en Japón o las fiestas de la vendimia en casi todo el mundo son ejemplos de tradiciones milenarias. Desde la Edad Media, el catolicismo se apropió de estas celebraciones, pasando a segundo plano el origen agrícola y ganadero de las mismas.

Hay en estas fechas una sucesión de fiestas en cualquier rincón donde desfilan diferentes tipos de postureos a ritmo de charanga, banda, orquesta o Dj. Ropa de domingo y faralaes, túnicas y mantillas, uniformes y casullas, ropa de marca y de mercadillo, mechas y gomina, cuerpos al natural o implantados… en una hoguera de las vanidades para gente de toda estofa. Encabezan los desfiles, alcaldesas y alcaldes, cargos políticos y políticos sin cargo con las promesas incumplidas, y autoridades religiosas y militares con uniformes de gala.

Son unas fiestas muy apropiadas para el pavoneo de pelagatos, pagafantas, abrazafarolas, bocachanclas, cantamañanas, meapilas y otras especies. Son fiestas propicias para el derroche público y privado, para dar rienda suelta a filias y fobias bajo deslumbrantes alumbrados que no dejan ver o deforman la realidad: los padres hacen malabares para pagar el importe desorbitado de las atracciones exigidas por la infancia, la juventud tira de botellón para estirar presupuesto y el gasto en casetas y barras quiebra cabezas y bolsillos.

El día grande, en la Misa Mayor, con vírgenes y santos por testigos, se ofrecen mitines en la homilía. Alcaldesas y alcaldes predican ante los medios que la Escuela Pública goza de inmejorable salud, que no se ha encarecido el comedor escolar un 20% en los dos últimos años, que han pagado el bono joven de alquiler, que la Sanidad Pública y la Dependencia andaluzas no están a la cola de España en gasto por habitante o que comienzan las obras del centro de salud o el hospital prometidos hace cuatro días a bombo, platillos y fanfarria.

Las fiestas patronales, con gran dificultad por la radical y feroz oposición conservadora, han logrado desprenderse de primitivas tradiciones como arrojar cabras desde los campanarios o descabezar aves tirando de sus pescuezos. Aún quedan tradiciones por erradicar, como la siembra de odio, las cien formas de torturar a los toros, el racismo, la xenofobia, la homofobia o las cien mil formas de agredir y matar a las mujeres. La vuelta al cole es una tradición, como la vuelta a la cruda y desilusionante realidad política y social de este país.

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